Entre la luz y la oscuridad

Romà Vallès, Entre la luz y la oscuridad

Romà Vallès es el pintor vivo más importante del movimiento informalista catalán; todo un ortodoxo en la materia: uno de los pioneros al ensayar el estilo, uno de los que con más devoción lo cultivaron, y, también, el que con más constancia ha perpetuado sus principios, hasta ahora. En la clarividencia de sus noventa años, Romà Vallès nos aparece como un testigo único, irreemplazable, para revisar no solo la complejidad de su obra retrospectivamente, sino también la de su tiempo, todavía hoy esbozado, precariamente difundido. La pertenencia del espíritu informalista, quizás el último gran movimiento colectivo en nuestra casa al haber vehiculado, a través de la plástica contemporánea, valores universales de alta densidad existencial.

Génesis

La irrupción de Vallès en el seno de la pintura informal se dio, a nuestro entender, a través de tres revelaciones fundamentales. La primera, en el curso de la visita del pintor a la Bienal Hispanoamericana de arte de Barcelona de 1955. De Frapà a Vallès la pincelada libre del expresionismo abstracto americano, de Pollock, Kline o De Kooning, artistas que hasta entonces solo había podido atisbar en blanco y negro, en las revistas francesas –Cimaise, La oeil, Las Artes [2]– disponibles en el Círculo Maillol de Barcelona. En la península, en aquel grisáceo 1955, estaba todo para hacer y todo iba tarde –las primeras obras del informalismo francés de Fautrier o Dubuffet se remontaban el 1944! En excepción de algunas incursiones subterráneas de Tàpies y Cuixart en el arte matérico, el medio natural de expresión de la vanguardia catalana todavía era la figuración -la onírica la más avanzada-, junto a la fauvista, la volumétrica o la primitiva; esta última, la misma con la que Vallès se había iniciado pictóricamente en el entorno de la Escuela Superior de Bellas artes de San Jorge de Barcelona, entre lecciones de Josep Maria Junoy y la compañía de jóvenes artistas como Domènech Fita o Joan León.

La segunda revelación de Romà Vallès se dio el verano de 1954, en una breve estancia en París. A la libertad de gesto de los americanos, ahora aprende la pincelada sufrida y existencial de los creadores europeos de posguerra –Fautrier, Dubuffet, Wols: la trazada informal sublimadora de un contexto de tragedia epocal. Aunque la profundidad de aquellas obras le impresionó tanto o más que la pedagogía del arte infantil que estudió en el Instituto Nacional de Pedagogía de Sévres, junto a M. Stern. Vallès era un devoto del arte infantil, que conocía bien por su etapa previa en Sabadell como docente. Como a los surrealistas, a nuestro pintor le interesaba la expresión veraz y primigenia del niño ante el arte, sin apriorismos técnicos ni culturales. En París, pudo perfeccionar sus estudios, que difundió más tarde, pioneramente, en la península[3], y que le permitieron hacer avanzar su obra hacia el arte informal, tal y como queda patente en algunos cuadros del final de su etapa figurativa[4].

La tercera revelación nos viene narrada por el poeta Juan Eduardo Cirlot, el gran valedor de la obra de nuestro artista[5]. En el primer artículo de Cirlot sobre Vallès en La Revista, el poeta explica la fuerte impresión que al pintor le causó un viaje estival en el Valle de Boí, del año 1956[6]. A diferencia de sus compañeros de generación, no le impactó tanto la figuración magnética del románico, como las huellas informales que el tiempo había dejado sobre el entorno natural de los claustros e iglesias: la austeridad cromática de las piedras, los claroscuros de los celajes, los rastros de musgo en los campos, las descomposiciones orgánicas; también las calidades de los rastros de pinturas murales arrancadas: el tiempo y la naturaleza como pintores y maestros.

Cirlot se convirtió en el mentor espiritual de Vallès durante su primera travesía informalista: la lectura de sus ensayos de arte –Las Morfologías, el Diccionario de símbolos, El informalismo– mostraron al pintor que el nuevo estilo se encontraba lejos de la mera filigrana gestual; era, contrariamente, un vehículo de transmisión espiritual y existencial, un medio desde el cual transportar el hombre hacia un mundo paralelo -otro mundo-, que enlazaba las formas irregulares de la naturaleza con el cosmos y la vida humana. Desde aquel momento el informalismo para Vallès representará el triunfo de la organicidad biomórfica dentro del arte, contra la frialdad industrial del arte concreto: la abstracción de Mondrian o lo Kandinsky de la Bauhaus. Reivindica ahora el trazo espontáneo perceptible desde Altamira, pasando por Turner, Goya, los expresionistas alemanes o Paul klee: un grito del alma en estrecho contacto con las metamorfosis primigenias de la naturaleza: los estallidos, las transiciones, las descomposiciones, los espirales de energía, la expansión cósmica, la propulsión volcánica.

Eclosión

Resultado de las revelaciones y los estudios de Romano Vallès sobre el informalismo fueran la serie Cosmogonías. Nada más ambicioso que la traslación pictórica del choque de dualidades que dio, según el mito griego, origen al cosmos: el estudio de la paradoja primigenia, creadora de todo el que es visible y estudiable: el universo, el mundo, la naturaleza y el hombre. A lo largo de ocho años (entre 1955 y 1963) Vallès trabajará plásticamente el antagonismo cósmico en seis momentos diferentes identificables: la línea contra la materia (serie matérica); la luz y la oscura (serie negra); la pincelada contra el color (serie color); el gesto contra el espacio (serie gesto) y el espacio contra el gesto monocromo (series blanca y monocroma). Todo un despliegue de técnicas y recursos formales que reúnen las principales áreas de trabajo del informalismo -el gesto, el espacio, la mancha-, así como los dos procesos necesarios descritos por Cirlot para la obra informal: la recreación en primer lugar de un efecto ambiguo de la realidad, por desplazamiento o aislamiento; y en un segundo momento, la sublimación del mencionado efecto, para transformarla en imagen artística a base del trabajo técnico, infundiendo contenido espiritual.

El reconocimiento a la aportación plástica de Cosmogonías –sin duda una de los grandes hitos de la pintura contemporánea peninsular- eclosionó durante la temporada 1959-1960, año que por los premios, exposiciones y recensiones fue denominado por Cirici Pellicer como “El año Vallès”[7]. De los meses de enero y febrero del 59 fecha su primera exposición individual al Ateneo Barcelonès, y el invierno del año siguiente presenta la Serie blanca en la Cúpula del Coliseum, en el museo de Arte Contemporáneo catalán ideado por Alexandre Cirici Pellicer. Toda la crítica se volcán en elogios en aquella obra mínima, sin materia ni color, definida por Cirici como Escpecialismo emotivo, indiciaria de un camino que iba, a parecer del autor, más allá de la obra de Tàpies[8]: finalmente se conseguía a la pintura catalana aliar la abstracción con la vida oculta del surrealismo:

“Los blancos de latex, sedosos, cono calidades suaves de Paros ilustre, forman purísimos desiertos porosos. A menudo forman caudales que flotan en atmósferas etéreas, evocar el paisaje lunar, el desierto del Far West, la soledad de las playas de Urgell, las danzas de un fuego blanco, los surcos de los campos, los poros de las madráporas…”

Una transformación austera pero radical, que incorporaba, a su vez, un cambio revolucionario de técnica: el descubrimiento del látex, de las aleaciones con tiza y de las técnicas de origen surrealista de decantación. Cosmogonías fue una de las primeras series en que se experimentó sobre soporte pictórico con materiales, soportes, colas o aglutinantes, después de Tàpies (1952), Cuixart (1954), y contemporáneamente a Augusto Puig o Llorenç Jiménez Balaguer (1955). Con el informalismo, por primera vez en la historia de la pintura, el creador abandona la pintura al óleo –demasiado pesada y lenta- y mezcla los pigmentos con aleaciones artificiales: más flexibles, maleables, las cuales permitían al creador informal plasmar con más precisión las ondulaciones y sinuosidades del alma. Como en la obra de los grandes pintores, no fue el pintor al obedecer la técnica, sino la técnica al obedecer a la misión de su espíritu.

La trayectoria ascendente de Romà Vallès pasó por exposiciones al extranjero –Sao Paulo, Lausana, Madrid, Roma, Bruselas, Tetuán o Bonn-; así como también por su inclusión a la galería René Metras, introductora del informalismo internacional a la península, y con la que Romà Vallès haría hasta 6 exposiciones individuales entre 1962 y 1975. Aun así, las nuevas prácticas de arte contemporáneo advenidas con fuerza a mediados de la década de los sesenta –el pop art, el arte conceptual-, sometieron al artista en particular, y al movimiento informalista en general, a una revisión profunda de sus principios. No es sobrera el dato de Lourdes Cirlot, según quien, de los 25 pintores informalistas censados en 1960 en Barcelona, en 1970 solo quedaban 6 defendiendo el estilo[9]. A las nuevas generaciones no les interesa el espíritu, sino la realidad; tampoco la obra pictórica en si, sino el arte como experiencia y proceso vital; y finalmente, tampoco se identifican con la idea del creador separado de la sociedad: ahora se tiene que comprometer políticamente con ella, ha de intervenir. Este choque contextual fue vivido como un reto por nuestro artista, que intentó superar presentando hasta 3 variaciones sustanciales en su obra a lo largo de los años sesenta y setenta: la introducción del collage el 1964; el trabajo objetual con los cordajes y, finalmente, la realización de un gran proyecto colectivo con el fotógrafo Jordi Cerdà.

El 1964 presentaba la serie Mundo Roto en la galería René Metras: una suerte de metamorfosis de los paisajes de las cosmogonías, que ahora se amalgaman con recortes de la prensa cotidiana. Nuevamente, Vallès intenta ir más allá de la moda y el ornamento: incorpora imágenes impactantes de la prensa alemana a fin de proponer una reflexión compleja sobre el dolor y la tragedia en el mundo actual, que subraya e interpela con su magisterio gestual; un mundo al límite de una tercera guerra mundial y con cambios radicales que afectaban, a su vez, el mundo de la materia y del espíritu: la liberación de la sexualidad o la globalización de los conflictos bélicos.

No todos los críticos de la vieja guardia aceptaron en un primer momento el cambio de rasante propuesto por Vallès. Rafael Santos Torroella, advertía al pintor que de seguir por aquel camino no lo ayudaría a restar en el papel destacado que había estado hasta entonces [10] .[10] . En la misma dirección, Juan Eduardo Cirlot también le decepcionó la nueva línea de trabajo de Vallès, de quien no volverá a escribir hasta enero de 1969, con la presentación en René Metras de la serie Nuevas estructuras. Aquella serie del 69, en la que el pintor retomaba los estudios espaciales y gestuales del momento informal, volvió a dejar palabras elogiosas del poeta: “Vallès se ha alejado finalmente de los cielos confundidos con océanos. Su grandeza subyace cuando pinta mundos otros, sin renunciar a su natural técnica anacronística de conjunción de contrarios –la coincidentia oppositorum de los escolásticos-, que eleva una mera oposición pictórica al nivel de expresión auténtica.”[11] .[11] .

Donde creemos que también el pintor salió bien en su tentativa de aliar el mundo plástico del espíritu y el compromiso con la realidad fue en el trabajo Reflexión – Proceso – Pintura,, emprendido con el fotógrafo Jordi Cerdà, en un proyecto que mereció la beca del ministerio español de Cultura en 1979. Los dos creadores se cerraron en el estudio de Vallès en Teià y durando casi un año trabajan en una serie conjunta dedicada al estudio de cuatro campos: el gestual, el geológico, el biomórfico y el constructivo. El resultado fue de un impacto plástico y social extraordinario. Hasta 200 fotografías de Cerdà y 100 acrílicos de Vallès, las cuales se fusionaron en medio centenar de parejas de placas conjuntas. Los estudios corporales fotografiados por Cerdà, Vallès los sabe interpretar perfectamente encontrando el gesto preciso y expresivo que solo el pintor informalista sabe encontrar. El proyecto se presentó con un gran éxito de convocatoria en 1981 a la galería Maeght de Barcelona, y a lo largo de la década itineró por diferentes poblaciones catalanas gracias a la del Departamento de Artes Plásticas de la Generalitat y su director, Daniel Giralt Miracle. En el textos del catálogo, intervinieron Alexandre Cirici, Joan Brossa y el propio Giralt-Miracle, convirtiendo el proyecto en un acontecimiento cultural de primer orden.

Desenlace. Heráclito o la paradoja universal

“En una época en la que se impone el diseño, la razón, el estructuralismo, yo mantengo este estilo de pintura en oposición a la masificación del arte”[12]. De estas palabras de Vallès al Noticiero Universal, del año 1972, se desprende que nuestro artista no se acababa de encontrar cómodo con los proyectos experimentales emprendidos en los años próximos al 68. Su apuesta siempre se dio en los altos registros de la pintura, desde los cuales opta ahora para explorar nuevos caminos orgánicos y cromáticos nunca experimentados hasta el momento. Así, el 1972 presenta a René Metras la serie de los Biomorfismes: por primera vez se produce en el arte de Vallès un enlace pictórico con el ser humano. Ojos condensados y irroentes, que el pintor trata como volcanes, se despliegan sobre un fondo neutro y pálido, dando un aspecto dramático del cuerpo humano que nos acerca a las conquistas de los grandes pintores en este género de la segunda mitad de siglo: Bacon, Picasso, Freud.

Vallès entiende las series como sucesiones naturales de las anteriores. Así, los fondos neutros y espaciales de la serie biomórfica responden a la evolución de Geometría e informalismo. Así mismo, trabaja en la siguiente serie: Floraciones, de 1974: los ojos de los biomorfismos se abren y desprenden fluyentes cromatismos que se despliegan sobre suelo terrestre. Una afirmación vital con fuerza de crecimiento que, ciertamente, contrasta con la tonalidad desolada de etapas anteriores. Si, en efecto, Biomorfismes y Floraciones son series terrenales, ajenas a la mirada cósmica del pasado. Una dimensión, si se quiere, telúrica que se mantiene con las dos series subsiguientes: Los cuatro elementos (1978) y Los signos (1983), de las que, para su lectura, nos gustaría apoyarnos en las palabras del poeta manchego Àngel Crespo. Crespo advierte el totémico esfuerzo del pintor para captar los secretos de una naturaleza “a la que le gusta ocultarse mediante una serie de signos de enérgico y sólido trazo, que parecen sincronizarse con los ritmos de los vientos, del agua, de la tierra y sobre todo del fuego”. Para coger la esencia del sustrato terrenal, Vallès se encamina, según Crespo, hacia una nueva “Bajada a los infiernos”, y en esta ocasión, en lugar de fijarse en las ambigüedades panteístas de la naturaleza, lo que busca son signos, es decir mensajes codificados de una manera concisa, para proseguir su camino –sin billete de vuelta- hacia la comprensión profunda del tiempo y de la naturaleza.

Vallès sigue durante los ochenta en sus planteamientos de fondos, sin alterar esencias ni convicciones pictóricas. La libertad gestual y matérica de un pintor que ahora, en plena madurez, se ve capaz para ensayar la libertad plástica en grandes formatos, realidad que encontramos en las tres grandes últimas series de Vallès, muy espaciadas en el tiempo: Nuevos Espacios (1987-98), Entre siglos (1999-2004) y Heráclito (desde 2004). Prueba de la ambición del nuevo camino emprendido es la aparición, por primera vez en su obra, de dípticos, trípticos, polípticos, sobre los que ensayará monumentalmente el trabajo gestual. En esta nueva dimensión se produce un cambio profundo en el diálogo con el espectador: la desmedida del cuadro no se ofrece a la contemplación del espectador, sino que lo envuelve y lo obliga a sumergirse en su universo.

También, en su vejez, tal y como corresponde al sabio, se produce un retorno profundo a las raíces propias de la tradición pictórica que reivindica. En Entre siglos se vincula a una tradición más que un estilo: la pintura a base de manchas, atmosférica, de la luz y la forma ambigua, desde Turner, pasando los nenúfares de Monet, o los paisajes de los pintores salvajes del Die Brucke, o las atmósferas de Rothko. Esta actitud revisionista, también se da desde la dimensión intelectual. El designio de Heráclito para su serie última, todavía abierta, no es arbitraria, más bien nos emplaza en el núcleo fundamental del principio creativo de Vallès. No nos estamos refiriendo solo al topos heracletiano del Panta Rey: la pintura como metáfora del cambio constante e inevitable. La de Vallès es una visión más profunda y compleja de la pintura y la existencia. Heráclito es también indiciaria de la paradoja universal: la tozudez incesante de la vida que avanza y se afirma, indefectiblemente, desde la conjunción de contrarios: la verdad y la mentira, la definición y la ambigüedad; la realidad y la abstracción; parejas que se transmutan sobre el lienzo con la maestría de los recursos pictóricos informales: el espacio y el gesto; la materia y la pintura; la luz y la oscuridad.

Con Heráclito Vallès vuelve a su propio génesis: las Cosmogonías, la aleación de contrarios que estuvieron presentes en el origen del cosmos y de la existencia. O dicho en palabras de Pierre Restany: “el informalismo como manifestación esencial de un individuo totalmente integrado en el proceso universal.” Fue Heidegger el que definió la pintura como un espacio de transmisión del genoma existencial humano, que se personifica en la palpitación del ser y del devenir: del ser aconteciendo. La obra de arte viene determinada porque es ser-creación, proceso y ser. Es la materia que permite la representación del arte, el hombre y la naturaleza en transformación y es la materia en consecuencia la base y el campo para la confrontación artística.

Así, la obra de Vallès nos acerca a las calidades del informalismo profundo, las ansias de ver y descubrir las realidades escondidas detrás los materiales y las formas. Tal y como advertía Cirlot, el pintor nos expresa el universo de las expresiones autónomas, la mística de los detalles; las voces misteriosas y ciertas que nos hablan de los paisajes, las arquitecturas, los objetos, como si fueran rostros que farfullan desde la profundidad de los siglos. La materia habla, y la materia manda: ya no nos encontramos ante la concepción de una obra de arte como representación, sino como transformación: el arte como autonomía expresiva. La obra alquímica, la opus: es la proyección psíquica en el seno del material. Romà Vallès es uno de los grandes informalistas porque ha dominado desde la técnica, el sentimiento y el intelecto, la complejidad de todos los registros de la obra informal. La persistencia de una actitud artística de la que nuestro artista es a la vez maestro, pupilo y valedor.

Existía una luz y las tinieblas y entre ellas estaba el espíritu;

La luz era el pensamiento, allá donde la inteligencia y la lógica estaban enlazadas.

Las tinieblas eran el viento, el mar espumoso,

el lugar de un concepto movido por el tumulto del fuego.

El espíritu se afirmaba entre estos dos principios.

Seem

[Texto publicado en el catálogo exposición: Romà Vallès, 90 años. Centre Cultural Terrassa. Enero-Abril 2014]